El Día Universal del Niño se celebra cada 20 de noviembre. En esa fecha de 1959 se aprobó la Declaración de los Derechos del Niño; y tres décadas más tarde, también la Convención sobre los Derechos del Niño. Es tan importante como necesario recordar esas históricas fechas. Sin embargo, más allá del gesto y el homenaje... ¿cuántos de nosotros dedicamos unos minutos a repasar los textos? Pasados más de 60 años desde la primera declaración, ¿se defienden y se respetan los derechos de niños y niñas? ¿O se han convertido estos documentos en una especie de adorno, en algo que los adultos usamos para tranquilizar nuestras conciencias, sin plantearnos con sinceridad el objetivo de cumplirlos?
1. Los Estados Partes reconocen el derecho del niño al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes.
2. Los Estados Partes respetarán y promoverán el derecho del niño a participar plenamente en la vida cultural y artística y propiciarán oportunidades apropiadas, en condiciones de igualdad, de participar en la vida cultural, artística, recreativa y de esparcimiento.
Convención sobre los Derechos del Niño - Artículo 31
Hemos elegido este artículo de la Convención, pero podríamos haber escogido muchos otros. Reflexionemos durante unos instantes. Es evidente que los niños juegan cuando pueden, pero... ¿se respeta de verdad su juego libre como el derecho que es? En el curso «La familia, primera escuela de las emociones», Mar Romera nos propone repasar cómo es un día en la vida de nuestros hijos.

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Un día en la vida de un niño de nuestra época
Mar Romera es madre, maestra, pedagoga y psicopedagoga. Si has escuchado alguna de sus extraordinarias conferencias o leído alguno de sus libros, tal vez le hayas escuchado hablar de Carlitos. Cuando daba sus primeros pasos como educadora, Mar tuvo un alumno llamado Carlos, un niño que le marcó profundamente. Desde entonces suele ilustrar sus explicaciones con el ejemplo de un pequeño al que llama Carlitos.
Carlitos es un niño al que levantan de la cama a las 7. No se levanta: papá o mamá le levantan. Porque ellos tienen que entrar a trabajar, porque viven en una gran ciudad y necesitan mucho tiempo para llegar al colegio. También le preparan, le visten, le asean... incluso le desayunan. Le aseguran en su silla de coche y salen disparados hacia la escuela. Carlitos llega a su estupendo colegio, que tiene servicio de madrugadores. Allí le reciben una hora antes del comienzo de las clases. "Aunque tal vez ni siquiera haya despertado aún", matiza Mar.
Llegado el momento, Carlitos entra en su aula. Lo hace en fila, cuando suena el timbre. "Nunca se entra en fila a los sitios de personas normales. Sobre todo, no se entra en fila a casa, a un lugar donde te quieren. Pero al aula se entra en fila y a golpe de sirena. Como si estuviésemos entrando en un búnker", reflexiona Mar Romera. Allí le dicen que se siente y se calle. Quizá no ha dicho nada, quizá por fin haya despertado y ya no sienta aquel cansancio de las 7 de la mañana. Pero debe sentarse y callarse. Así que se sienta y se calla.
"Debería quedar terminantemente prohibida la realización de deberes después de tantas horas de escuela. Son repetitivos y nada significativos. Y en muchas ocasiones, encienden la poca relación que hay entre padres e hijos".
Mar Romera - «La familia, primera escuela de las emociones» | Escuela Bitácoras
En clase le explicarán contenidos que a menudo estarán lejos de sus preguntas e intereses. Contenidos que, por cierto, se repetirán sucesivamente en los distintos cursos de primaria y secundaria. Si se distrae demasiado, alguien pensará enseguida en diagnosticarle algún trastorno. Cuando llega el recreo, si no ha realizado eficazmente sus tareas, no podrá salir a jugar. Y en realidad, si sale tendrá que buscar la manera de divertirse en la inmensidad de un patio de cemento. Sin peligrosos toboganes, sin árboles, sin setos.
De vuelta a clase todo seguirá igual. Cuando acabe la mañana, pasará (en fila) al comedor del colegio, donde será estrechamente vigilado. Por la tarde es posible que tenga más clases. Si no, puede que vaya a actividades extraescolares. Música, deportes, idioma, informática, baile... a veces, incluso dos en el mismo día. A las siete de la tarde, tras una jornada de 12 horas, mamá o papá recogen a Carlitos para llevarle a casa. "O lo que queda de él, porque ya no queda prácticamente nada", dice Mar.
¿Para descansar? No. Es el momento de los deberes. A veces, a Carlitos no le apetece hacerlos y mamá se enfada. En otras ocasiones, papá no entiende o no recuerda los contenidos y se frustra. Entonces contrata clases particulares para Carlitos o le envía a una academia. Con fortuna, al niño le quedará un rato para ver la televisión o jugar a la videoconsola. Una ducha. Algo de cenar. A la cama. Y al día siguiente... vuelta a empezar.

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¿A dónde queremos llegar con la educación que brindamos a los niños?
"Esto es muy triste. Terriblemente triste. Quiero que vuelvas al día de la primera ecografía, al día en que empezó a latir el corazón de tu hijo. ¿Para qué? ¿Para hacer esto en 180 de los 365 días del año? Decimos que es para prepararles para el futuro. ¿Para qué futuro? ¿Les habíamos preparado para estar encerrados más de dos meses por una pandemia? ¿Para no abrazarnos, no tocarnos o no hablarnos? Es imposible prepararles para el futuro. Esta es la clave de la familia y de la infancia a día de hoy", apunta Mar Romera, tras relatarnos el día de Carlitos.
Para la pedagoga, hemos construido jornadas "tremendamente estructuradas en la sobreprotección" para los niños. "No estamos con ellos, pero los sobreprotegemos. Porque los sobreestimulamos, creemos que podemos llenar su mochila con los recursos suficientes para enfrentarse a un mundo incierto, el que se abre en el siglo XXI. No sabemos cómo garantizar su felicidad, así que los sobreestimulamos y 'sobre-regalamos'. ¿Y sabes qué pasa entonces? Que los sobreinutilizamos", denuncia.
"¿Qué estamos haciendo con nuestras vidas y que estamos haciendo con el poco tiempo que tenemos? ¿Por qué nos hemos empeñado en mecanizar la educación de los niños?", insiste Mar Romera. En su opinión, padres y maestros somos educadores del siglo XXI, pero formados en el siglo XX, que nos dirigimos a niños que vivirán en el siglo XXII. "El resultado es un desconcierto absoluto. Párate y pregúntate: ¿qué estoy haciendo?", propone.
Ese es el punto de partida del curso «La familia, primera escuela de las emociones». Una invitación a detenernos para reflexionar sobre si los caminos educativos que estamos tomando nos conducirán de verdad al lugar al que querríamos llegar. Porque, al fin y al cabo, "el objetivo de una vida es una vida con objetivos".