Imagina por un instante que tus hijos fuesen capaces de portarse bien siempre, en cualquier circunstancia, momento y lugar. ¿Cómo sería vuestra vida? Los niños nunca gritarían, ni armarían jaleo donde no deben. Las peleas entre hermanos dejarían de existir. Todos serían obedientes y respetuosos con sus padres y sus cuidadores. En resumidas cuentas, los peques se convertirían en un fiel reflejo de nuestras normas sociales. El problema, como seguramente hayas intuido ya, es que esto les dejaría un margen muy escaso para expresar sus necesidades, sus deseos y sus inquietudes como individuos. Todas esas cosas a las que los adultos llamamos mal comportamiento suelen contener un mensaje de nuestros hijos, un mensaje que nos habla de lo que quieren, lo que sienten y lo que necesitan.
Los padres estamos acostumbrados a utilizar ese esquema moral que divide las conductas entre buenas y malas. Nos resulta útil para gestionar algunos conflictos diarios. Pero si no vamos un paso más allá, si nos limitamos a potenciar las conductas positivas y rechazar las negativas, nos estaremos perdiendo la mayor parte del mensaje. La psicóloga Jane Nelsen emplea la metáfora del iceberg para explicarlo. La conducta no es más que la superficie, la punta visible del gran pedazo de hielo. En la zona sumergida queda lo que no es perceptible a simple vista: la creencia, que es lo que realmente explica el comportamiento de tu hijo. "Si no la tenemos en cuenta, el comportamiento no mejorará", asegura Nelsen.
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La creencia detrás de la conducta
Jane Nelsen desarrolló los trabajos de Rudolf Dreikurs, uno de los padres de la Disciplina Positiva. Este educador estadounidense, planteó que a los niños les mueve la búsqueda de significado y pertenencia. "Los niños necesitan aliento como las plantas precisan agua", insistía. Su mayor deseo es demostrar que son válidos y valiosos para su familia, el primer grupo del que forman parte; y buscan pruebas que corroboren que lo están logrando. Por eso los niños observan lo que sucede a su alrededor, interpretan lo que ven, sacan conclusiones y actúan en consecuencia. Su capacidad de percepción es extraordinaria: enseguida se dan cuenta de lo que ocurre en su entorno. Sin embargo, su habilidad para hacer interpretaciones todavía no ha terminado de madurar. Cometen errores y alcanzan conclusiones inexactas que les conducen a creencias equivocadas.
"Hay muy pocas cosas que permitamos hacer a los niños para contribuir al bienestar y las necesidades de la familia. Los adultos hacen todo lo que debe hacerse. Un niño sólo se siente aceptado y parte de su grupo familiar a través los miembros mayores. Como resultado, el niño busca constantemente pruebas de su aceptación".
Rudolf Dreikurs, en 'Coping With Children's Misbehavior, a Parent's Guide'
Cuando tu hijo trata de monopolizar tu atención, no escucha lo que le pides, intenta hacer daño a otros o se declara incapaz de llevar a cabo una tarea, no sólo está portándose mal. Está enviando un mensaje. Te está diciendo que necesita que le involucres, que se siente dolido o que quiere tener parcelas de autonomía en las que demostrar sus capacidades. O simplemente, que necesita tu ayuda y tu paciencia para aprender poco a poco. Si te concentras sólo en su conducta estarás trabajando únicamente sobre la punta del iceberg. Tal vez llegues a modificarla, pero no habrás afrontado todo aquello que permanece sumergido. Por eso entender a tu hijo es más importante que conseguir que se porte bien: porque sólo así estarás respondiendo a sus necesidades emocionales.
"Todos los niños buscan significado y pertenencia, por eso es fundamental conectar con ellos antes de corregirles", explica Bei M. Muñoz en su curso «Disciplina Positiva». En él encontrarás claves para ayudar a tus hijos a comprender y compartir el sentido de las normas de convivencia. Comprobarás que su comportamiento evoluciona sin necesidad de recurrir a premios que les motiven o castigos que les amedrenten. También te recomendamos el pack «Amor y autoridad», con cinco cursos orientados a establecer un equilibrio entre permisividad y firmeza, con el respeto mutuo como principio básico en las relaciones familiares.