La inmensa mayoría de madres y padres desea que sus hijos sean independientes. Es una de esas características consideradas indiscutiblemente beneficiosas, como la empatía, la generosidad o la resiliencia. A primera vista, no existe debate posible. Nadie podría preferir que su hijo fuese dependiente. El problema no es tanto de intenciones como de términos o de plazos. Por un lado, tendemos a emplear independencia y autonomía como sinónimos, cuando no lo son. Por otra parte, hablamos de un asunto que exige visión a largo plazo... y los padres solemos estar bastante más preocupados por lo que ocurre en el corto.
¿Qué es la independencia?
Pretender que un niño sea 'independiente' es aspirar a un imposible. De hecho, un ser humano necesitaría ser algo parecido a un Robinson Crusoe para poder presumir de independencia, en el sentido estricto de la palabra. "Las personas no somos como islas alejadas unas de las otras. Cuando somos adultos también necesitamos ayuda de los demás", explica el psicólogo Alberto Soler, en el curso «Cómo fomentar la autonomía en los niños». Cada día, desde que te levantas hasta que te acuestas, estableces múltiples relaciones de colaboración con otras personas. Vivir en sociedad supone interdependencia.
Es obvio que cuando decimos que queremos independencia para un niño no nos referimos a que viva aislado, sin precisar nada de nadie. Quizá nos referimos, más bien, a independencia emocional. Volvamos a pensar en nosotros mismos. ¿No recurrimos al apoyo de nuestros seres queridos cuando estamos tristes o agobiados? Cualquier persona necesita disfrutar de un grado razonable de dependencia emocional. Y los niños no son la excepción a esta regla. La clave está en que su condición de niños implica que ese grado sea distinto.
La especie humana tiene una infancia y una etapa de dependencia más prolongada que la mayoría de especies. Durante ese largo periodo, los niños dependen en gran medida de sus padres para cubrir sus necesidades biológicas, cognitivas, sociales y afectivas. En nuestra sociedad solemos comprender bastante bien las dos primeras, pero no tanto las otras. El desarrollo de la autonomía en los niños está directamente relacionado con su desarrollo socioafectivo.

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¿Qué es la autonomía?
Llegados a este punto, podemos estar de acuerdo en que no queremos que nuestros hijos sean independientes, sino autónomos. La mala noticia es que autonomía implica autogobierno. "Ser autónomos quiere decir que hacen lo que quieren, que puede coincidir o no con lo que nosotros queremos que hagan", subraya Alberto Soler. La autonomía es una condición que, como casi cualquier otra, requiere entrenamiento. Un niño no puede ser autónomo si no tiene tiempo ni espacio para tomar decisiones. Si sólo consentimos comportamientos acordes a nuestras expectativas, lo que deseamos es obediencia ciega, que es difícilmente compatible con la autonomía.
Elegir, tomar decisiones, cometer errores... son necesidades del desarrollo natural. "Cuando vamos contra su naturaleza y les negamos estas necesidades, los niños se resisten y buscan alternativas. Si ni así lo consiguen, quizá terminen adaptándose... pero tendrá consecuencias en el presente o el futuro", insiste Soler. No se trata de permitir que hagan siempre lo que les dé la gana. Se trata de pararnos a reflexionar y mirar más allá del corto plazo. Pensar cuándo, cómo y dónde podemos encontrar ocasiones para permitirles decidir. Menos órdenes y más opciones, dejando la autoridad para cuando hay peligros o excesos.
"La autoridad es como el dinero. Si lo gastas en tonterías, no lo tienes después para cosas importantes", coincide el pediatra Carlos González, profesor del curso «Autoridad y límites». Es preciso un cambio de mirada, dejar de suponer que los niños quieren convertirse en tiranos. En realidad son seres vulnerables, que necesitan nuestro acompañamiento; pero también seres inexpertos y curiosos, que necesitan experimentar para crecer. Comprender esta clase de necesidades es clave para entender la autonomía que necesitan.

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La opinión de los expertos
El cambio de mirada del que hablamos pasa también por dejar de observar a los niños como folios en blanco o recipientes vacíos. Son, en realidad, constructores de sí mismos. Acompañarles desde el respeto implica apartar muchas de nuestras expectativas. "No se puede predecir el resultado del desarrollo humano. Todo lo que puedes hacer, como un agricultor, es crear condiciones en que la persona comenzará a florecer", apunta Sir Ken Robinson, experto en educación y creatividad. No existe una receta que asegure que los niños se conviertan en adultos felices. Por eso lo mejor que podemos hacer los padres es cultivar las mejores condiciones para que ellos busquen su propio camino hacia el bienestar.
Las pedagogías activas coinciden en garantizar espacios para el desarrollo de la autonomía. "Bajo el pretexto de ‘ayudar’ y ‘enseñar’, privamos a los niños de tomar la iniciativa", defendía Emmi Pikler. Una idea que también aparece en Montessori. "Cualquier ayuda innecesaria es un obstáculo para un niño", expuso la italiana. En el curso «Cómo fomentar la autonomía en los niños», Alberto Soler reúne herramientas de estos y muchos otros modelos. No sólo para promover la autonomía en los niños, sino también para evolucionar como adultos. Porque entender y ver de otro modo las necesidades de tus hijos también te hará crecer a ti, estableciendo con ellos relaciones de confianza y comprensión mutua.