¿Recuerdas lo que hacías en tu infancia, cuando leyendo un cuento aparecía una palabra desconocida? ¿O qué recursos tenías a tu alcance para hacer trabajos de historia o biología? Diccionarios y enciclopedias: esos eran nuestros imprescindibles salvavidas. En pocos años, aquellos tomos esenciales han pasado a ser poco menos que reliquias. La información está hoy al alcance de un clic. Y eso ha cambiado nuestra manera de aprender. Ha cambiado para los niños, pero también para los adultos. ¿Imaginas a tus padres o a tus abuelos haciendo un curso sobre crianza respetuosa? ¿O reflexionando acerca del concepto de apego seguro?
Durante las últimas décadas ha habido grandes avances en materia de investigación. La ciencia nos ha ayudado a entender mejor el desarrollo de los niños; y hemos descubierto graves errores en modelos que antes ni siquiera se cuestionaban. Es probable que tus padres te hayan contado cómo sus profesores les enseñaban a escribir a golpe de 'reglazo' en los nudillos. Actualmente nadie concibe aquello de que "la letra, con sangre entra". Tenemos acceso a información, la absorbemos, somos críticos y buscamos la mejor forma de relacionarnos con nuestros hijos.
Pero, si tenemos tan buenas intenciones y tanta información a nuestro alcance... ¿por qué seguimos teniendo problemas? Porque la educación nunca ha sido, no es ni será una ciencia exacta. Porque cada niño es diferente y no existe ningún método válido para todos, ni ningún estudio científico que vaya a resolver situaciones únicas y complejas. Quizá este sea el error más frecuente de los padres de nuestra generación. Pensar que la perfección no sólo es posible sino obligatoria, sometiendo a sus hijos y a sí mismos a una exigencia y una presión desmesuradas. Es lo que algunos llaman hiperpaternidad. Porque todos los padres se equivocan, pero no todos saben equivocarse.
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Los métodos perfectos, infalibles o mágicos no existen
Javier sólo tiene siete años, pero sus padres sienten auténtico pavor cuando tienen que ir al supermercado con él. Rara es la vez en que no se le antoja algún capricho, sea un juguete o una golosina. Cuando mamá o papá se lo niegan, Javier grita, llora y se tira por el suelo. Una rabieta en su máxima expresión. Por eso sus padres han decidido castigarle pasando un rato en la silla de pensar cada vez que tenga un berrinche descontrolado en esas circunstancias. Ahora, cuando el niño comienza a lloriquear en el súper, le recuerdan lo que ocurrirá si sigue por ese camino. A veces la amenaza basta para pararlo. Muchas otras, la rabieta es inevitable.
Hartos de la situación, los padres de Javier buscan recursos. Descubren que, aunque los castigos pueden funcionar a corto plazo, al emplearlos pueden provocar consecuencias desagradables sin darse cuenta. Así que deciden probar con las alternativas que los expertos recomiendan para gestionar los berrinches. Después de varias semanas armándose de paciencia, los padres de Javier se frustran y se rinden: el niño continúa teniendo caprichos y rabietas con insoportable frecuencia.
¿Qué error han cometido los padres de Javier? Sin duda alguna, equivocar el objetivo. Los berrinches forman parte del desarrollo normal de los niños, por eso es absurdo pretender que desaparezcan por arte de magia. Algo similar podríamos decir de las malas contestaciones, la desobediencia, las peleas entre hermanos y muchos otros retos. Las alternativas respetuosas no sirven para que un niño deje de ser un niño, sino para alcanzar metas a largo plazo. Por eso, cuando adquieras formación, recuerda que el objetivo no es hacerlo perfecto, sino hacerlo mejor. Las propuestas de los expertos no son fórmulas mágicas que debas aplicar punto por punto, sino orientaciones para encontrar tu propio camino.
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El peligro de sobreproteger a tus hijos
Volvamos al ejemplo de los padres de Javier. Han aprendido que el castigo puede causar miedo, culpa y resentimiento, por lo que tratan de evitarlo por todos los medios. No sólo el castigo, sino también esas consecuencias. Quieren lo mejor para su hijo, ansían alimentar su autoestima, así que huyen de las situaciones que puedan producirle frustración. Desean que sea feliz, así que elogian siempre sus logros y le protegen de circunstancias en la que pueda sentir miedo o tristeza. Si no es capaz de resolver un problema de matemáticas, lo hacen por él. Cuando se entretiene y va a llegar tarde a clase, le llevan en coche, aunque les suponga llegar con retraso al trabajo. Si desea algo, se lo conceden.
¿Cuánto tiempo podrán sostener esa burbuja? ¿Qué ocurrirá cuando Javier salga de ella y no tenga más remedio que enfrentarse a las emociones difíciles, esas de las que sus padres le privaron con la mejor intención? Es muy fácil dejarse llevar por inquietudes legítimas y terminar llevándolas demasiado lejos. Acompañar a los niños en su desarrollo emocional y tratarles con tanto respeto como trataríamos a cualquier adulto no debería significar caer en el exceso de permisividad y la sobreprotección.
"Algunos padres sienten que cumplen con su cometido porque protegen o rescatan a sus hijos del dolor y/o el sufrimiento. Sin embargo, esta educación quita a los niños la oportunidad de aprender las habilidades de vida que les proporcionan flexibilidad y seguridad en sí mismos. En lugar de aprender que pueden sobrevivir al dolor y la decepción, incluso aprender de ello, crecen siendo extremadamente egocéntricos, convencidos de que el mundo y sus padres les deben algo y de que tienen derecho a todo lo que deseen", explican las creadoras del programa de Disciplina Positiva.